Crecí en los años 80, época de campañas sociales memorables como "Pocos hijos para darles mucho" o la que te invita a “ve a sacar tu credencial para votar". En aquellos años, la gastritis, la depresión y la ansiedad eran males de los que poco se hablaba. Ser adulto significaba "ser fuerte", callar y no quejarse. Hoy, décadas después, algunas cosas han cambiado... pero otras persisten.
Lo psicológico se asociaba entonces con la "locura". En las películas del Cine de Oro, los manicomios eran lugares temibles, y lo psiquiátrico se reducía a escenas desgarradoras de electroshocks aplicados a pacientes que jamás recuperarían la "cordura".
La pandemia (de la que, afortunadamente, somos sobrevivientes), nos obligó a mirar de frente lo que tanto habíamos evitado. De pronto, la ansiedad y la depresión dejaron de ser fantasmas ajenos para volverse compañeros incómodos. Tuvimos que aprender a gestionar la incertidumbre, el encierro y el duelo. Fue agotador, y revelador.
Ahora, en la llamada "nueva normalidad", escuchamos con frecuencia que esta es una generación "de cristal", que antes "se aguantaba más". Sí, es cierto: se aguantaba más... en silencio. Se normalizaba la violencia, el dolor emocional y el "échale ganas" como único remedio. Hoy, por fortuna, esas heridas ocultas están en el centro del debate. Ya no queremos solo "aguantar" y sobrevivir, sino estamos cada vez más enfocados en vivir, en amplio sentido de la palabra.
La depresión no se cura con frases motivacionales, ni el duelo con un "no llores", ni la ansiedad con un té de tila. El primer paso (el más difícil), es crear un contexto donde podamos mostrarnos como somos, donde la empatía reemplace al prejuicio. Porque nadie elige tener depresión, como nadie elige tener diabetes.
Y retomo esto porque, así como un diabético requiere insulina de por vida, hay quienes necesitan medicamentos psiquiátricos indefinidamente. Y no, esto no los convierte en "adictos", igual que un diabético no es adicto a sus inyecciones. La medicación bien administrada no es un vicio: es un salvavidas.
Como sociedad, nos corresponde informarnos de fuentes confiables y reconocer cuándo necesitamos ayuda. A veces, el apoyo de amigos basta, como cuando pintamos una pared nosotros mismos. Pero para remodelar toda la casa, necesitamos un arquitecto. Igual ocurre con la salud mental: hay heridas que solo un profesional puede sanar.
Esto requiere, a su vez, mayor especialización de psicólogos y personal de salud. Necesitamos más interdisciplina, más trabajo en equipo, siempre poniendo al paciente en el centro. Que los resultados tangibles impulsen la confianza en estos servicios.
Normalicemos la terapia, dejemos de romantizar el sufrimiento silencioso. Una vida con sentido es posible, reconozcámonos como protagonistas de nuestra propia vida, vamos a cuidarnos, que es asunto de todos.
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Psicólogo con más de 10 años de experiencia en docencia a nivel bachillerato y licenciatura. Se especializa en Tanatología, y cuenta con certificaciones en coaching tanatológico y de vida.